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Las estrategias de control y combate de incendios forestales han avanzado mucho en los últimos años, al punto que Conaf estima que reducen a menos de un cuarto la superficie quemada por incendios. Sin embargo, este tipo de desastre continúa ocurriendo, devastando miles y a veces centenares de miles de hectáreas de plantaciones, bosque nativo y matorrales. Por ello, desde la academia, el sector público y privado se está trabajando en un nuevo enfoque sistémico. El objetivo es generar territorios resilientes, capaces de frenar y mitigar los efectos de los incendios forestales.

Por Jorge Román
Imagen de portada: Quillón en 2012, un año después de un incendio forestal. Créditos: Periódico Resumen. Fuente: Flickr.com


 

En el segundo diálogo intersectorial sobre el plan de prevención y combate de incendios forestales, realizado en noviembre de 2020, la academia, el sector privado y el público coincidían en que enfrentar los incendios forestales requiere pensar mucho más allá de los recursos para la respuesta y combate. No se trata solo de que resulta mucho más costo-efectivo mitigar y prevenir, sino que también resulta imposible controlar megaincendios como los de enero de 2017, sin importar la cantidad de brigadistas, retroexcavadoras y aeronaves contra incendios con los que se cuente (Román et al., 2020). De hecho, solo los costos de extinción de los incendios del verano 2016-2017 superaron los 350 millones de dólares, lo que más ha gastado Chile en toda su historia para enfrentar este tipo de desastres (González et al., 2020).

Diversos estudios han concluido que es la actividad humana y el cambio en el uso del suelo lo que afecta la magnitud y la recurrencia de los incendios. Aquí se conjuga una diversidad de factores: el crecimiento descontrolado de las ciudades y de la interfaz urbano rural (es decir, cada vez más viviendas junto a o en medio de la vegetación nativa y/o plantaciones forestales), las grandes plantaciones de especies exóticas altamente inflamables (como el pino radiata), el abandono de tierras agrícolas —lo que además genera degradación del suelo— y la destrucción del bosque nativo son algunos de ellos (Román et al., 2020; González et al., 2020; Román, 2020c; Úbeda y Sarricolea, 2016).

El cambio climático también favorece incendios más frecuentes y de mayor magnitud. Esto ocurre porque los cambios climáticos han extendido la temporada de incendios, han provocado un descenso de las precipitaciones en la zona centro y centro sur de Chile y generan intensas olas de calor. A esto se suma una intensa sequía que se prolonga por más de una década —y que se explica en parte por el cambio climático antropogénico ((CR)², 2015)— y la muerte del bosque esclerófilo, entre otros factores (Román et al., 2020; González et al., 2020; Rojas et al., 2019).

Año a año, tanto el Estado como la industria privada invierten cuantiosos recursos en detectar tempranamente los conatos de incendio y en combatirlos oportunamente (Conaf, 2019b; Conaf, 2020; Román et al., 2020). No se trata solo de brigadistas y vehículos: también hay uso de simulaciones, desarrollo de modelos predictivos, análisis de imagen satelital y aérea, monitoreo automatizado y un sinnúmero de aplicaciones tecnológicas que han hecho cada vez más rápida y eficiente la respuesta ante los focos de incendio (Román et al., 2020; Román, 2020c). Sin embargo, esto no basta para detener los desastres y tanto la academia como Conaf coinciden en que la respuesta ante incendios está en el límite de lo mejorable. Es decir, en la actualidad resulta difícil hacer más eficiente lo que ya se está haciendo bien (Román et al., 2020; Román, 2020c).

Hay consenso en que la ocurrencia y la magnitud de los incendios forestales depende de factores entrelazados: legislaciones flexibles o falta de normas en ciertos ámbitos, desregulación en el uso de suelo, ausencia de una política a largo plazo para la gestión de paisaje y falta de una cultura preventiva, entre otros factores (Román et al., 2020). Por ello, es necesario abordar el problema de la mitigación de los incendios forestales desde una perspectiva sistémica y prospectiva, como ya lo está haciendo la Plataforma Nacional para la Reducción del Riesgo de Desastres, coordinada por la Oficina Nacional de Emergencia del Ministerio del Interior y Seguridad Pública (Onemi). Y un paso fundamental en esta dirección es reconocer que se necesitan nuevos instrumentos legales y políticas públicas que apunten a la construcción de territorios que minimicen el impacto de los incendios forestales y, simultáneamente, ayuden a proteger la biodiversidad y los servicios ecosistémicos que brindan los paisajes nativos.

Vivir al límite del peligro

Según Conaf, casi la totalidad de los incendios forestales son de origen antrópico (Conaf, 2019a; Román et al., 2020), por lo que no es extraño que las zonas donde conviven seres humanos con plantaciones y bosques sean las más expuestas a amenaza de incendios. Esta zona, llamada interfaz urbano rural o interfaz urbano forestal, es uno de los temas más importantes para abordar en una política pública sobre planificación territorial para mitigar incendios forestales.

La interfaz urbano rural representa solo el 5% del territorio chileno, pero en ella vive el 80% de la población y se concentra alrededor del 60% de los incendios del país (González et al., 2020). Los incendios en la interfaz urbano rural son conocidos como incendios de quinta generación: son de gran intensidad, ocurren en lugares poco accesibles y, en estos casos, la prioridad es salvar a personas e infraestructura antes de intentar extinguir el fuego en sí (Úbeda y Sarricolea, 2016).

No todas las zonas de interfaz urbano rural son iguales: hay algunas donde las viviendas se encuentran dispersas en medio de la vegetación arbustiva o arbórea (con baja densidad poblacional) y otras con mucha densidad poblacional, poca cobertura vegetal entre las viviendas, pero que se encuentran próximas (a menos de 2,4 kilómetros) a fragmentos de vegetación mayores a 5 km2 (González et al., 2020).

En Chile, la interfaz urbano rural crece de forma acelerada y con muy pocas limitaciones. Lo que han determinado los estudios al respecto es que la vegetación presenta una mayor probabilidad de ignición cuando se encuentra a menos de 1,5 km de una ciudad o a menos de 1,7 km de un camino (González et al., 2020). La densidad poblacional también influye en la ocurrencia de incendios: el riesgo aumenta rápidamente en zonas con una densidad de hasta 5,6 casas por kilómetro cuadrado. A partir de esta densidad, el riesgo aumenta más lentamente, pero se mantiene elevado (González et al., 2020).

El riesgo de incendios forestales aumenta rápidamente cuando el paisaje cuenta desde un 5% de cobertura por plantaciones forestales a menos de 5 km de viviendas (González et al., 2020). Esto significa que un paisaje con amplia cobertura de plantaciones forestales y próximo a ciudades u otras áreas habitadas constituyen una situación de alto riesgo que debe regularse, empezando por lo más básico: reconocer en la legislación la existencia de la interfaz urbano rural.

Una interfaz urbano rural de especial preocupación en Chile es la que rodea la ciudad de Valparaíso. En abril de 2014, un incendio forestal arrasó con una parte importante de la interfaz urbano rural de la ciudad: en cinco días, el fuego se expandió por 10 cerros de Valparaíso, quemó más de 1.000 hectáreas, provocó la muerte de 15 personas, hirió a más de 500, destruyó más de 2.900 hogares y dejó alrededor de 12.500 personas damnificadas (Reszka y Fuentes, 2014). En 2015 y 2017 ocurrieron eventos similares, pero de menor magnitud, aunque también generaron un impacto importante en la vida y la economía de la ciudad puerto (Alcántara Díaz, 2019).

Cerros de Valparaíso después del incendio de abril de 2014. 15 personas murieron, 500 resultados heridas y 12.500 fueron damnificadas por el desastre. En su mayoría eran familias con alta vulnerabilidad y que vivían en asentamientos irregulares, con poco acceso a servicios básicos. Créditos de la fotografía: Rafaela Ely. Fuente: Flickr.com

En general, la academia concuerda en que incendios como el de Valparaíso de 2014 derivan del hecho de que no se ha integrado la reducción de riesgo de desastres en las políticas públicas de planificación y ordenamiento territorial, en la intervención de cuencas, en las normas de protección ambiental e incluso en las normas de construcción (Alcántara Díaz, 2019; Reszka y Fuentes, 2014): los códigos de construcción se enfocan en incendios que ocurren dentro de las viviendas, pero no consideran la necesidad de proteger la construcción y sus habitantes de incendios que provengan del exterior ni tampoco abordan temas como las propiedades de los materiales que facilitan la propagación del incendio a viviendas aledañas (Román et al., 2020; Reszka y Fuentes, 2014). Recién en junio de 2014, a través de una circular de la División de Desarrollo Urbano del Ministerio de Vivienda y Urbanismo (el DDU 269), se integraron los incendios forestales como amenaza a las áreas de riesgo definidas en los instrumentos de planificación territorial (Jefe División de Desarrollo Urbano, 2014).

Otro desafío complejo de abordar deriva del hecho de que en las interfaces urbano rurales tanto de Valparaíso como en muchas otras ciudades chilenas hay un número considerable de asentamientos informales que nacen a partir de tomas ilegales de terreno. Esto explica en parte por qué tienen dificultades de acceso a servicios básicos, por qué las calles son angostas —lo que dificulta la evacuación, el paso de vehículos de emergencia y operaciones de respuesta—, por qué las viviendas son de material ligero —fácilmente inflamable— y por qué se acumulan microbasurales y material combustible alrededor de las viviendas (Alcántara Díaz, 2019; Reszka y Fuentes, 2014). De hecho, Conaf destaca que, luego del incendio de 2014, se crearon grandes cortafuegos para aislar la ciudad de las zonas forestales y evitar un nuevo desastre. Sin embargo, al poco tiempo, estos terrenos despejados fueron ocupados por nuevas tomas de terreno (Román et al., 2020).

La experiencia de Valparaíso deja en evidencia al menos tres puntos que no deben ser ignorados: primero, que hay un grave problema de acceso a la vivienda en Chile. Difícilmente se puede reducir el riesgo de incendios —o también de aluviones: basta ver el caso de La Chimba, en Antofagasta— en las zonas de interfaz urbano rural si hay tantas familias dispuestas a habitar en ella pese a los peligros que eso implica (Alcántara Díaz, 2019; Román, 2020a). Segundo, que los instrumentos de planificación territorial no consideran el fuego como un factor de riesgo y que la ocupación de suelos se hace sin ninguna estructura organizacional ni planificación de servicios e infraestructura básica (Úbeda y Sarricolea, 2016). Y tercero, que los instrumentos de planificación territorial no deben ser rígidos y centralizados, sino dinámicos y enfocados en la realidad local (Román et al., 2020; Alcántara Díaz, 2019).

Las comunidades que habitan en la interfaz urbano rural no solo deben ser escuchadas: deben participar directamente en las políticas públicas de planificación territorial y gestión del riesgo de desastre (González et al., 2020). De lo contrario, y tal como lo demuestran los casos de Mehuín, Puerto Saavedra y Queule (relacionados con zonas de riesgo de tsunamis), se volverán a levantar viviendas y otras construcciones en áreas peligrosas (Herrmann‐Lunecke y Villagra, 2020).

Sin embargo, cuando las comunidades son parte activa del proceso de planificación territorial, ocurren casos como el de Santa Olga y el de Nueva Toltén, en los que las viviendas se construyeron considerando no solo el acceso a servicios básicos, sino también la gestión de riesgo de desastres (Allerton et al., 2019; Herrmann‐Lunecke y Villagra, 2020).

Convivencia de plantaciones y bosques

Chile es un país de bosques muy diversos. Según datos de Conaf, un 18,7% del territorio nacional (14,18 millones de hectáreas) está cubierto por bosque nativo y un 4,2% (2,96 millones de hectáreas) por plantaciones forestales. Dentro del bosque nativo, el bosque dominado por la lenga (Nothofagus pumilio) es el más abundante, seguido por el bosque siempreverde en el que habitan especies como el coihue (Nothofagus dombeyi), el ulmo (Eucryphia cordifolia), el tineo (Weimmannia trichosperma) y la tepa (Laurelia philippiana), entre otras especies (Úbeda y Sarricolea, 2016).

En el pasado, no obstante, los bosques eran mucho más abundantes. Entre 1800 y 1950, más de la mitad de los bosques nativos en las regiones centrales de Chile (Valparaíso, Metropolitana, Libertador Bernardo O’Higgins y Maule) fueron destruidos por incendios intencionales destinados a despejar el terreno para la agricultura (Úbeda y Sarricolea, 2016) y también fue intensamente talado para ser usado de combustible y material de construcción (Biblioteca Nacional de Chile, s/f). La mayor parte de los bosques nativos que sobrevivieron a estas quemas se ubican en terrenos montañosos, de difícil acceso y poca utilidad para la agricultura (Armesto, 2020).

Plantaciones de pino en la Región del Biobío destruidas por los incendios de enero de 2017. La academia ha descubierto que cuando el riesgo de incendios forestales aumenta en paisajes dominados por plantaciones forestales y disminuye en los que domina el bosque nativo. Créditos de la fotografía: Esteban Ignacio. Fuente: Flickr.com

La sobreexplotación agrícola, sumada al hecho de que muchas laderas fueron también taladas o quemadas por incendios, produjo una severa erosión del suelo y un empobrecimiento de las tierras (Biblioteca Nacional de Chile, s/f; Úbeda y Sarricolea, 2016; Román, 2020c). Además, los sedimentos arrastrados por la lluvia y el viento contaminaron los cursos de agua (Úbeda y Sarricolea, 2016). Para evitar un desastre de proporciones, y siguiendo las tendencias internacionales, a fines del siglo XIX y principios del siglo XX se inició una política de forestación con especies exóticas de rápido crecimiento, como el pino radiata y el eucaliptus. Esta política, que generó una creciente e importante industria maderera, fue reforzada a través de incentivos tributarios y subsidios estatales, como los del Decreto Ley  701 de 1974 (Biblioteca Nacional de Chile, s/f; Román, 2020c).

Según Conaf, esta forestación ha protegido los suelos de la erosión y redujo la presión sobre el bosque nativo en la obtención de madera (Román, 2020c). De hecho, el 97% de la producción de madera en Chile proviene de las plantaciones forestales, principalmente de eucalipto y pino radiata (el 68% de todas las plantaciones de pino son de esta especie) (Úbeda y Sarricolea, 2016).

No obstante, la academia cuestiona el efecto que tienen las plantaciones de árboles exóticos en la calidad de los suelos: las investigaciones demuestran que las prácticas de esta industria empobrece y erosiona el suelo, por lo que se recomienda recuperar las zonas cosechadas y/o degradadas con bosque nativo para restaurar la funcionalidad de los ecosistemas (Banfield et al., 2018; Soto et al., 2019). La academia también advierte que la forestación masiva con especies exóticas reduce la biodiversidad y aumenta el riesgo de incendios (González et al., 2020). De hecho, y como se muestra en la Figura 1, las plantaciones forestales son las más afectadas por los incendios, pese a que cubren casi cinco veces menos terreno que el bosque nativo (Úbeda y Sarricolea, 2016; González et al., 2020).

Figura 1: Terrenos quemados anualmente en promedio por incendios forestales entre 2008 y 2018.

Las investigaciones han demostrado que el riesgo de incendio forestal aumenta en paisajes dominados por plantaciones forestales y disminuye en los que domina el bosque nativo. De acuerdo a los estudios actuales, cuando la proporción de bosque nativo es inferior a un 50% del paisaje, hay más ocurrencia de incendios. Es decir, mientras mayor es la cobertura de bosque nativo, la ocurrencia de incendios disminuye (González et al., 2020). Pese a ello, los matorrales esclerófilos de tipo mediterráneo —muy habituales entre las regiones de Valparaíso y el Maule— son muy propensos a incendiarse. Esto ocurre porque estos matorrales son más secos e inflamables que los bosques húmedos de la zona Sur y porque se ubican próximos a polos urbanos y muchas otras zonas habitadas (González et al., 2020).

Paisajes heterogéneos, paisajes resilientes

Conaf ha tenido mucho éxito en sus nuevas estrategias de control y combate del fuego, como muestra la Figura 2. También han hecho grandes esfuerzos para restaurar terrenos afectados por incendios forestales.

Figura 2: Daños evitados a través de las nuevas estrategias de control y combate de incendios de Conaf. Elaborado por Itrend a partir de datos entregados por Conaf (Román et al., 2020). Descargar infografía.

Estos hechos han llevado a la academia a plantear la necesidad de aplicar políticas de gestión del paisaje que hagan los territorios más heterogéneos, no solo para reducir la magnitud y el impacto de los incendios forestales, sino también para diversificar la actividad económica, proteger la biodiversidad y mitigar el cambio climático (Armesto, 2020; González et al., 2020). En ese sentido, las claves para avanzar hacia sistemas sociales, económicos y ambientales sostenibles y resilientes dependen de un trabajo colaborativo entre la academia, el Estado, el sector privado —no solo el forestal, sino también el agropecuario— y las comunidades. Este trabajo debe apuntar a la restauración del bosque nativo, una adecuada gestión de las quemas controladas y la generación de mosaicos de paisaje heterogéneos, donde se intercalen diferentes usos del suelo, considerando además la identidad y la cultura local (Armesto, 2020; González et al., 2020; Román et al., 2020).

La industria forestal, de hecho, ya plantea la necesidad de hacer un manejo sustentable del bosque nativo para proteger los servicios ecosistémicos y absorber carbono, además de considerar nuevas formas de diversificación de la industria: la producción de fibra textil de origen vegetal, la construcción en madera de edificios de altura e incluso la extracción sustentable de recursos no madereros del bosque nativo (Román, 2020b).

Lo que está claro es que tanto la industria forestal, como los bosques nativos, la expansión urbana y la agricultura no podrán seguir gestionándose de la forma que lo han hecho durante todo el siglo XX. Los grandes desafíos que plantea el cambio climático, la escasez hídrica, la pérdida de biodiversidad y los incendios forestales exigen paisajes, ciudades y territorios resilientes. Y, tal como lo demuestra la experiencia, la resiliencia se construye desde el conocimiento, la planificación y el trabajo comunitario.

Apéndice: ecosistemas adaptados al fuego

Una de las grandes controversias académicas en torno a los incendios forestales y el bosque nativo es si existen en Chile ecosistemas dependientes del fuego. En Norteamérica hay muchas especies que se han adaptado a incendios forestales frecuentes y dependen de ellos para reproducirse y sobrevivir, como ocurre con los bosques de coníferas en las montañas Rocosas (Keeley y Fotheringham, 2000; Habeck y Mutch, 1973).

En Chile, en cambio, las condiciones geográficas y climáticas no favorecen las tormentas eléctricas que pueden originar incendios forestales frecuentemente en Norteamérica. De hecho, la falta de resiliencia ante el fuego de los ecosistemas de la zona de Torres del Paine (Región de Magallanes y la Antártica Chilena) es tal, que en los terrenos afectados por incendios suelen ser colonizados por especies invasoras ya que las especies nativas no vuelven a crecer (Úbeda y Sarricolea, 2016).

Aun así, hay investigaciones que afirman que algunos bosques nativos, como los de araucaria (Araucaria araucana) o los de alerce (Fitzroya cupressoides) se han adaptado al fuego, quizás por el impacto de las erupciones volcánicas y las poco frecuentes tormentas eléctricas en las regiones donde habitan. No obstante, los incendios de origen natural en esas zonas son tan poco frecuentes que se estima que ocurren unas pocas veces cada siglo (Úbeda y Sarricolea, 2016).

El consenso general es que aún falta investigación sobre la capacidad de las especies nativas para recolonizar los terrenos devastados por un incendio, aunque la evidencia muestra que las especies invasoras suelen estar mucho mejor adaptadas al fuego y, por lo tanto, invaden rápidamente los terrenos después de un incendio, desplazando la flora nativa (Úbeda y Sarricolea, 2016).

Bibliografía

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