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El terremoto de Valdivia de 1960 no solo provocó muertes, destruyó viviendas, caminos, puentes y ferrocarriles: también sepultó el pasado industrial de la ciudad. Hacia fines del siglo XX, el paisaje urbano y las actividades económicas habían cambiado tanto que la ciudad sería irreconocible para alguien que no la hubiese visitado desde 1959. Aunque en las décadas siguientes a 1960 Chile desarrolló una institucionalidad y una cultura de las emergencias sísmicas, el país sigue repitiendo prácticas que reducen nuestra resiliencia ante desastres.

Por Jorge Román
Fotografía de portada: el borderrío de Valdivia, que fuera el corazón de la industria valdiviana hasta 1960, está hoy está dedicado principalmente al turismo. Créditos: Rodrigo Celedón (Rodce Studio)


 

Índice

Un desastre múltiple: los efectos de terremoto.

De polo industrial a polo turístico: cómo cambió Valdivia después del desastre.

Repoblar las ruinas: reconstrucción en zonas de riesgo de tsunami.

Un mar hambriento y una comunidad alerta: Valdivia 1960 y la cultura de tsunamis.

Más que viviendas, carreteras y hospitales: efectos económicos del 27F y su paralelo con Valdivia.

Bibliografía


 

Cuando se piensa en el terremoto de Valdivia de 1960, existe la tendencia a centrarse en sus aspectos físicos: que es el sismo de mayor magnitud registrada (9.5 Mw), con una zona de ruptura de alrededor de 1.000 km, que provocó entre 1.500 y 2.500 muertes (U.S. Geological Survey, 1960; Lazo, 2008; Astroza y Lazo, 2010) y dejó unas dos millones de personas sin hogar (U.S. Geological Survey, 1960). Que causó pérdidas económicas por unos 550 a 700 millones de dólares, que la fuerza destructiva del tsunami causó decenas de muertes en lugares tan distantes como Hawái, Japón y las Filipinas, que los terrenos, las costas y los lechos de los ríos se hundieron o se alzaron en un metro, metro y medio y hasta dos metros, en un área de 200 por 1000 kilómetros, desde el norte de la península de Taitao (U.S. Geological Survey, 1960; Álvarez, 1963; Espinoza y Zumelzu, 2016; Barrientos y Ward, 1990). En Isla Guamblin, Región de Aysén, el suelo se levantó seis metros y en la ciudad de Valdivia el suelo se hundió dos metros (Astroza y Lazo, 2010), lo que provocó la inundación permanente de buena parte de las calles, plazas, industrias, fábricas y viviendas de la ciudad (Castedo, 1961). Más aun: se estima que el sismo aceleró la rotación de la Tierra, reduciendo la duración del día en 15 microsegundos (Xu et al, 2013).

Lo que no suele pensarse es cuánto afectó este desastre a la ciudad de Valdivia y sus alrededores. Las cifras de muertos, damnificados y pérdidas en millones de dólares suelen ocultar algo que queda patente en la historia: Valdivia tardó casi 50 años en recuperarse del gran terremoto, pero nunca volvió a ser la ciudad que era antes del 22 de mayo de 1960 (Espinoza y Zumelzu, 2016; Riquelme y Silva, 2011; Borsdorf, 2000; Figueroa et al, 1998).

 

Un desastre múltiple

Gran parte del impulso industrial de Valdivia se le atribuye a la colonización alemana impulsada por el Estado chileno (Bernedo, 1999). Fueron principalmente estos alemanes y sus descendientes quienes le dieron impulso a la actividad económica de Valdivia y sus alrededores. Así, en 1890, Valdivia contaba con cuatro destilerías y cuatro cervecerías, dos fábricas de cecinas, tres molinos de trigo y dos aceite, tres fábricas de pegamento, 18 curtiembres (dos de ellas eran las más grandes de Chile), una fábrica de calzado, dos astilleros y dos fábricas de tejas y ladrillos (Borsdorf, 2000). La actividad económica tuvo nuevos impulsos cuando el ferrocarril alcanzó Valdivia en 1899 (Figueroa et al, 1998) y cuando en 1906 se fundaron los Altos Hornos de Corral —el puerto marítimo de Valdivia—. Los Altos Hornos fueron esenciales para potenciar la industria pesada de la ciudad (Borsdorf, 2000).

Hacia mediados del siglo XX, los grandes navíos que llegaban a Corral y se conectaban con Valdivia a través de las vías fluviales facilitaban el traslado de bienes manufacturados y semimanufacturados fabricados en la ciudad a partir de materias primas agrícolas y forestales, bienes que eran vendidos al mercado local y directamente al extranjero (Borsdorf, 2000; Espinoza y Zumelzu, 2016). Las fábricas de calzado, papeleras, madereras, molinos, refinerías de azúcar, astilleros, maestranzas y cervecerías eran parte del paisaje en las riberas de los ríos que rodeaban la ciudad (Bernedo, 1999; Espinoza y Zulmelzu, 2016). Así, aunque Valdivia era el segundo centro industrial más importante de Chile después de Santiago (Borsdorf, 2000), su actividad industrial era excepcionalmente desarrollada para un Chile cuyos principales ingresos dependían (y siguen dependiendo) de la exportación de materias primas (Espinoza y Zulmelzu, 2016).

Toda esta fuerza económica sufrió un frenazo instantáneo el 22 de mayo de 1960.

Es importante recordar que tras esos 9.5 de magnitud de momento no hay simplemente un terremoto y un tsunami gigantescos que destruyeron incontables edificaciones. De hecho, el terremoto de Valdivia no fue solo un sismo y no solo afectó a Valdivia. Recordemos que el sismo principal del 22 de mayo fue antecedido por un precursor (o foreshock en inglés) de magnitud 8.1 el 21 de mayo (Cifuentes, 1989; Ojeda et al, 2020), con epicentro en la ciudad de Concepción. Este terremoto, que ya había causado mucho daño en la ciudad de Concepción y sus alrededores, fue seguido por una serie de réplicas concentradas en la zona de la península de Arauco (Ojeda et al, 2020), lo que obligó al presidente de la época, Jorge Alessandri, a movilizar ayuda del Estado para evaluar los daños y brindar ayuda humanitaria. 15 minutos antes del sismo principal del 22 de mayo, ocurrió otro precursor en Valdivia, de magnitud de momento 7.8 (Ojeda et al, 2020), lo que puso en alerta a la población de la provincia de Valdivia (Castedo, 1961) poco antes de que se produjera el mega terremoto Mw 9.5 que tanto recordamos, con su tsunami de olas de 10 a 20 metros (Fujii y Satake, 2013).

Las calles y campos se inundaron. En muchas zonas se produjo licuefacción del suelo (es decir, el suelo se comportó como un líquido espeso, lo que acentuó el daño en las estructuras), se abrieron grietas y se produjeron grandes deslizamientos de tierra (Lazo, 2008). El sismo cambió drásticamente el paisaje en un área de 200 por 1.000 kilómetros desde el norte de la península de Taitao (Barrientos y Ward, 1990; Lazo, 2008): terrenos que se hundieron o se alzaron uno, dos y hasta seis metros dejaron 15.000 hectáreas de tierras agrícolas bajo el agua en la provincia de Valdivia (Barrientos y Ward, 1990; Astroza y Lazo, 2010). Algunos ríos, como el Lebu, dejaron de ser navegables a causa del alza de su lecho (Álvarez, 1963). Además, debido al corte de carreteras, líneas férreas y comunicaciones, el gobierno tardó tres días en llevar ayuda humanitaria por tierra y mar (Hermann-Lunecke y Villagra, 2020).

Todas las vías de comunicación estaban cortadas y no había manera de recibir instrucciones, entonces decidimos instaurar toque de queda. Eran las seis de la tarde y no sabíamos si Valdivia era la única ciudad chilena a salvo.
Testimonio del valdiviano Eduardo Morales, citado en Riquelme y Silva, 2011

Por si todo esto fuera poco, se produjeron grandes deslizamientos de tierra y tres de ellos bloquearon en tres grandes «tacos» el cauce del río San Pedro, desagüe del lago Riñihue. Si al lago se le hubiese dejado aumentar su nivel en 24 metros —la altura del taco más grande— una masa incontrolable de millones de metros cúbicos de agua y barro habría arrasado nuevamente Valdivia y otros pueblos ubicados en el valle del San Pedro. La urgencia de impedir este nuevo desastre movilizó a un grupo de ingenieros y centenares de obreros que, en una epopeya colectiva conocida como el «Riñihuazo», en dos meses cavó a punta de palas, dinamita y maquinaria pesada una serie de canales que impidieron un flujo descontrolado de las aguas (Hernández Parker, 1960; Castedo, 1961; Oyarzún, 2014).

En consecuencia, esta serie de catástrofes que azotaron la zona sur de Chile no pueden ser entendidas como un solo desastre. Este tipo de fenómenos, que involucran sismos, tsunami, deslizamientos masivos de tierra y modificación abrupta del paisaje, son conocidos como desastres multievento, y la resiliencia ante estos desastres es muy distinta a la resiliencia de un desastre asociado a un solo evento (Zobel y Khansa, 2014).

La resiliencia ante desastres, en simple, es «la capacidad de un sistema, una comunidad o sociedad para resistir, absorber, acomodarse, adaptarse, transformarse y recuperarse de los efectos de una amenaza de forma rápida y efectiva» (UNDRR, 2017). Es decir, la resiliencia ante desastres implica no solo responder adecuadamente cuando se produce el evento (ya sea un aluvión, un incendio forestal o un sismo): también incluye el periodo de recuperación, la restauración de las estructuras básicas de funcionamiento (servicios sanitarios, carreteras, flujo constante de bienes básicos como alimento y materiales de construcción) y una capacidad de aprender del desastre para reducir su impacto en caso de que ocurra un evento similar en el futuro.

Figura 1: la recuperación posterior a un desastre suele graficarse a través de esta curva. El momento t0 indica el momento en que ocurre el desastre: la magnitud de este puede cuantificarse a través del daño que genera en la infraestructura (lo que incluye no solo edificaciones, carreteras, líneas férreas y puentes: también puede incluirse la actividad industrial y agrícola, por ejemplo). Mientras mayor el desastre, más profunda será la caída inicial. Y mientras menor sea la capacidad de resiliencia, mayor será el tiempo t1 necesario para que el sistema recupere su estado anterior al desastre (adaptado de Zobel y Khansa, 2014).

Pero los modelos clásicos, como el de la Figura 1, no son suficientes para abordar el efecto en un sistema afectado por eventos múltiples relacionados. Cuando un sistema, comunidad o sociedad no es capaz de recuperarse para cuando ocurre el siguiente evento, no solo se prolonga el tiempo de recuperación, sino que también cambia la estructura de la curva (Zobel y Khansa, 2014).

Figura 2: en un desastre multievento, la infraestructura no alcanza a recuperarse cuando se produce el desastre siguiente. Esto no solo alarga el tiempo de recuperación, sino que complejiza el escenario, ya que los diversos efectos de los eventos interactúan entre sí, volviendo más difícil aplicar las estrategias que serían comunes para un escenario de un solo evento. Por ejemplo, el que el sismo de 1960 haya provocado el bloqueo del cauce del río San Pedro obligó a destinar importantes recursos, personas y tiempo en evitar el desborde del lago Riñihue, lo que retrasó las labores de recuperación del terremoto y el tsunami. Tampoco es lo mismo reconstruir una ciudad destruida por un terremoto que una ciudad destruida por un terremoto y que además acabó con gran parte de su terreno bajo el agua de forma permanente. Todo esto va sumando complejidad, mayores daños y tiempo al proceso de recuperación (figura adaptada de Zobel y Khansa, 2014).

El modelo de Zobel y Khansa presentado en la Figura 2, si bien no está optimizado para el caso específico del desastre de Valdivia de 1960, provee más oportunidades para estudiar un fenómeno complejo de mejor manera y entender sus complejidades. Y ayuda a entender, en parte, por qué la ciudad nunca recuperó su infraestructura y su industria previa a 1960.

De polo industrial a polo turístico

Sería inexacto culpar solo al desastre de 1960 de la decadencia industrial de Valdivia por varias razones. Para empezar, la industria valdiviana no desapareció de un momento a otro, sino que fue declinando progresivamente, incluso antes del 22 de mayo de 1960, aunque sin duda este proceso se aceleró después del terremoto (Figueroa et al, 1998; Borsdorf, 2000). De hecho, hacia mediados de la década de 1970 Valdivia contaba aún con 48 empresas industriales con más de 5400 empleados y obreros, entre las que se incluían elaboración de productos de madera, siderurgia, construcción de vagones, astilleros, curtiembres, calzado y fábrica de alimentos para la población y animales (Borsdorf, 2000).

El terremoto no es el único culpable de la decadencia industrial de Valdivia. Ya el inicio de operaciones del canal de Panamá en 1914 empezó a quitarle relevancia al puerto de Corral, que antes era paso obligado para las embarcaciones que cruzaban al Pacífico a través del Estrecho de Magallanes (Borsdorf, 2000; Figueroa et al, 1998). A esto se suma la implementación de listas negras y la persecución de alemanes —incluyendo a los importantes industriales alemanes de Valdivia— durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial, lo que provocó una merma importante, sino la quiebra, de varias empresas administradas por alemanes y sus descendientes (Borsdorf, 2000; Figueroa et al, 1998). Además, en 1958, los Altos Hornos de Corral fueron cerrados, lo que produjo un decaimiento importante en la actividad industrial del puerto y sus alrededores: buena parte de la población del sector, que antes trabajaba en la industria pesada, se vio obligada a dar un giro para trabajar en la pesca artesanal y el comercio, sobre todo después del terremoto y tsunami de mayo de 1960 (Figueroa et al, 1998; Gutiérrez et al, 2013).

El desastre del 22 de mayo fue entonces la lápida que terminó por aplastar las principales actividades económicas de Valdivia, que desarticularon la ciudad y obligaron a reinventarla. De hecho, el terremoto y tsunami generaron sobre la ciudad una fuerte presión de migrantes rurales que, luego de perderlo todo (a veces, incluso sus tierras), buscaban oportunidades laborales en la arruinada ciudad (Figueroa et al, 1998). Pero sin ayuda especial del Estado, gran parte de la industria no pudo recuperarse, lo que llevó al surgimiento, por primera vez en Valdivia, de grandes cordones de campamentos y barrios de gran vulnerabilidad (Figueroa et al, 1998). Hacia 1974, un 18% de la población urbana de Valdivia vivía en sectores marginales (Borsdorf, 2000).

Pero, a medida que la industria pesada y manufacturera quebraba, el sector turismo empezó a surgir, en especial después de mediados de la década de 1970 (Borsdorf, 2000). Hacia fines del siglo XX y principios del XXI, Valdivia se había configurado como polo turístico y académico. Los hoteles, nuevos caminos y puentes, los barcos turísticos y deportes acuáticos se integraron a la cotidianeidad de las calles, ríos y costas de Valdivia y sus alrededores (Borsdorf, 2000). La Universidad Austral de Chile, fundada en 1954, apenas seis años antes del terremoto, se convirtió progresivamente en un importante centro de investigación nacional (especialmente en las áreas forestal, agronomía y veterinaria) y atrajo a estudiantes de Chile y el extranjero, al punto que, hacia el año 2000, los estudiantes aumentaban la población urbana de Valdivia en un 8,5% (Borsdorf, 2000).

Repoblar las ruinas

La ciudad de Valdivia y otros poblados severamente afectados por el desastre de 1960 se levantaron, se reconstruyeron y, en la mayoría de los casos, pudieron levantar nuevamente su economía (aunque fuera reconfigurándola). Pero queda la duda de si realmente integraron a su cotidianeidad la posibilidad de que ocurra otro desastre similar.

En el caso específico de Valdivia, después de mayo de 1960 la ciudad se desarrolló hacia la periferia y se alejó de los ríos, ignorando su identidad y su antigua característica de ciudad fluvial (Espinoza y Zumelzu, 2016). De hecho, el desastre influyó tanto en el desarrollo urbanístico de la ciudad que, hasta la década del 2010, el centro de Valdivia aún contaba con numerosos terrenos baldíos que fueron arrasados por el terremoto de 1960 y luego progresivamente abandonados por todas las clases sociales (Espinoza y Zumelzu, 2016). De hecho, el centro de Valdivia alcanzó uno de los menores índices de densidad residencial para una ciudad de Chile (Espinoza y Zumelzu, 2016).

Sin embargo, este cambio en la configuración de la ciudad ha respondido más a los vaivenes del mercado inmobiliario que a una planificación pensada desde el Estado o desde la misma comunidad. Ya a partir de la década de 1980 queda en evidencia que la ciudad de Valdivia se expande casi sin regulación estatal y, por lo tanto, sin abordar medidas de mitigación significativas para reducir el riesgo de desastre (Espinoza y Zumelzu, 2016; Herrmann‐Lunecke y Villagra, 2020).

Después de 1960, Valdivia se alejó de las riberas de los ríos que antes eran el corazón de la ciudad. Créditos de la fotografía: Christian Córdova.

Por supuesto, el caso de Valdivia no es único. Debemos recordar que el terremoto y tsunami de 1960 destruyeron varios pueblos costeros. Entre ellos, Mehuín, Puerto Saavedra, Queule y Toltén. Luego del desastre, la Corporación de la Vivienda (Corvi) y la Corporación de Fomento de la Producción (Corfo) impulsaron la reconstrucción de las viviendas y favorecieron la reubicación de hogares e infraestructura en zonas seguras. Sin embargo, muchas personas decidieron reconstruir en zonas inundables y, hasta hoy, muchas viviendas, empresas e incluso infraestructura crítica como escuelas, hospitales y edificios públicos se encuentran muy expuestas a riesgo de tsunami (Herrmann‐Lunecke y Villagra, 2020).

Excepcionalmente, Puerto Saavedra desarrolló en 1963 un plan regulador comunal que aborda el riesgo de tsunamis, plan que proveía un marco para la reconstrucción y para el crecimiento urbano futuro, incluyendo claramente las zonas de riesgo de tsunami y prohibiendo el levantamiento de viviendas e infraestructura pública nueva en esas áreas. Pese al plan, muchas personas reconstruyeron sus viviendas en el sector bajo y parte de la nueva infraestructura pública se erigió nuevamente en la zona inundable. Y si bien algunas poblaciones nuevas se levantaron en zonas seguras y en 1996 se construyó un muro de contención para tsunamis a lo largo del río Imperial, en 2006 el gobierno financió la construcción de viviendas sociales en Villa Los Cisnes y Villa La Costa, fuera de los límites urbanos y en un área muy expuesta a tsunamis (Hermann-Lunecke y Villagra, 2020).

Una situación similar se vivió en Corral: aunque parte la población se trasladó a los sectores altos, hacia mediados de la década de 2010 más de un centenar de viviendas se ubicaban en la misma zona destruida por el tsunami de 1960. De hecho, el plan regulador comunal no considera el riesgo de tsunami dentro de sus criterios (Gutiérrez et al, 2013).

Solo hay dos casos en la historia de Chile de un poblado que se haya relocalizado por completo luego de un tsunami: Concepción (luego del tsunami de Penco, en 1751) y Toltén, luego del desastre de 1960. De hecho, el caso de Toltén fue realmente excepcional: el sismo dejó varios sectores del pueblo inundados permanentemente y la población de Toltén, en conjunto con el gobierno local, planificaron e impulsaron la relocalización. En 1960 se creó el Comité de Reconstrucción para Toltén, donde participaban el alcalde, la Cruz Roja, Bomberos, dirigentes vecinales y residentes locales. El comité determinó una nueva ubicación segura para el pueblo, cinco kilómetros río arriba. Apenas dos meses después del tsunami, se fundó Nueva Toltén en los terrenos seleccionados y que fueron expropiados por el gobierno. Primero se construyeron refugios provisionales y en 1962 la Corvi repartió lotes y material de construcción para que la población construyera sus hogares. Además, Países Bajos proveyó asistencia económica para la construcción de 100 viviendas: cuando se erigieron, se conocieron como Población Holanda (Hermann-Lunecke y Villagra, 2020).

La investigación de Hermann-Lunecke y Villagra destaca la importancia de la participación de las comunidades como un actor de peso en este tipo de procesos. Las investigadoras explicitan que en todos los casos estudiados donde se impuso un plan de reconstrucción desde el gobierno central o la participación comunitaria tenía un papel secundario, se produjeron quiebres en la comunidad y muchas personas volvían a edificar en zonas expuestas a riesgo de tsunami, incluso cuando se creó un plan regulador comunal que lo prohibía explícitamente (Hermann-Lunecke y Villagra, 2020). Esta tendencia a reconstruir en lugares peligrosos es recurrente en Chile y en el mundo: ocurrió en Corral (Gutiérrez et al, 2013), en el regreso de la gente al antiguo Chaitén, que está en la ruta de un lahar (Tapia, 2015), en la reconstrucción de Nueva Orleans en una zona bajo riesgo de inundación (Santos, 2019) o en la ciudad de Auckland, Nueva Zelandia, ubicada en un campo volcánico activo con 49 centros eruptivos, aunque no han tenido actividad en 800 años (Houghton et al, 2006).

El porqué de la insistencia en construir y reconstruir en terrenos altamente expuestos a eventos naturales extremos se explica por una falta de normativa y fiscalización severa, pero también por cómo las personas perciben el riesgo. La gente tiende a percibir que el riesgo a la pobreza y a la pérdida de la herencia cultural es mayor que el riesgo a amenazas gatilladas por eventos naturales extremos de baja recurrencia. Es decir, las personas tienden a evaluar el riesgo de tsunamis o lahares volcánicos junto con otros factores como la calidad de vida, las redes comunitarias o el apego a ciertos lugares, sin que el riesgo de desastre sea necesariamente más importante que los otros (Gaillard, 2008).

Pese a ello, casos como el de Nueva Toltén dan claves sobre cómo podrían gestionarse los pueblos y ciudades de Chile: incorporando el riesgo de desastre a la normativa y a la planificación urbana e integrando a las comunidades como actores relevantes en dicha planificación. Esto no significa que la respuesta deba ser siempre relocalizar barrios y pueblos enteros: existen herramientas adicionales que pueden reducir el riesgo de desastre, como decretar zonas de no construcción, restringir el uso de suelo y proteger terrenos naturales como bosques, dunas y humedales (Hermann-Lunecke y Villagra, 2020).

Un mar hambriento y una comunidad alerta

Aunque muchos sectores devastados por el tsunami de Valdivia han sido repoblados, no se puede decir que Chile no ha aprendido de sus desastres. Antes de 1960, la población local en general no sabía de la existencia de tsunamis. Solo los pescadores habían oído viejas historias de un mar hambriento que entraba tierra adentro, devorándolo todo a su paso (Hermann-Lunecke y Villagra, 2020). De hecho, el 22 de mayo de 1960 no hubo ninguna alerta oficial de tsunami ni en Valdivia ni en los pueblos costeros de Queule, Mahuín, Puerto Saavedra y Toltén: la gente que evacuó a las zonas altas, lo hizo por su cuenta o con el apoyo de su comunidad al ver que el mar se recogía después del terremoto (Hermann-Lunecke y Villagra, 2020; Riquelme y Silva, 2011). Como bien destaca el testimonio del sacerdote Deschamps (citado en Riquelme y Silva, 2011):

A las 16:10 hrs. el mar comenzó a retirarse a toda velocidad, con un ruido impresionante, como de succión metálica sobre una rugiente catarata. Como si fuese una nebulosa, un banco de arena que normalmente se encontraba a tres metros de profundidad, emergió del río. La gente gritó: «¡Estamos perdidos: un volcán!».

Fue precisamente la amplia cobertura de la prensa lo que instaló el concepto de tsunami y ayudó a crear conciencia de este peligro (Hermann-Lunecke y Villagra, 2020), además de ligar la identidad de Chile a sus terremotos y su «indómita» naturaleza (Riquelme y Silva, 2011; Castedo, 1961).

Medio siglo después, existía la Oficina Nacional de Emergencias (Onemi) y el Servicio Hidrográfico y Oceanográfico de la Armada (SHOA) era el organismo técnico que generaba las alertas de tsunami. Además, el plan Accemar de la Onemi sugería a las autoridades comunales costeras a implementar de inmediato una «evacuación hacia zonas seguras» en caso de ocurrir un sismo de gran intensidad «que impida a las personas mantenerse en pie, que haga caer muros, derrumbe torres y logre desplazar algunas casas de madera». Pero esto no fue suficiente: el 27 de febrero de 2010, a las 3:43 de la madrugada, ocurrió un sismo de magnitud 8.8, que fue percibido por las tres cuartas partes de la población chilena y provocó un tsunami que produjo graves daños y centenares de muertes desde Valparaíso hasta más al sur de Concepción (American Red Cross Multidisciplinary Team, 2011). Sin embargo, la institucionalidad no fue capaz de levantar una alerta de tsunami generalizada y oportuna: una serie de errores, trabas administrativas y omisiones retrasaron la alerta oficial y luego canceló la alerta de tsunami, lo que provocó la muerte de decenas de personas (Ramírez y Aliaga, 2012).

El sismo y posterior tsunami de Valdivia destruyeron puertos, caminos, aeropuertos y vías férreas, lo que dificultó mucho la llegada de ayuda a las regiones afectadas. En la foto, daños del sismo y del tsunami en Puerto Montt. © Emilio Held Winkler. Cortesía de la familia Held Winkler y de la Biblioteca Nacional de Chile. El álbum completo se encuentra disponible en el sitio web MemoriaChilena, de la Biblioteca Nacional de Chile.

Pese a ello, algunas comunidades, como los pueblos de Mehuín, Puerto Saavedra, Nueva Toltén y Queule, que ya habían sido arrasados por el terremoto y tsunami de 1960, evacuaron en el momento apropiado. En dichos pueblos sonaron sirenas, bomberos hizo anuncios por altoparlante y los equipos municipales alertaron a la ciudadanía. La gran mayoría evacuó fuera de la zona de inundación hacia los cerros, donde los funcionarios públicos les entregaron mantas, agua y comida (Hermann-Lunecke y Villagra, 2020). Es decir, aun si la institucionalidad central falló, después de 1960 la comunidad y las autoridades locales adquirieron la capacidad de prevención y respuesta oportuna a emergencias.

Después del terremoto del 27 de febrero de 2010, la preocupación por tsunamis aumentó considerablemente, tanto a nivel de aparato público como de la ciudadanía en general. La Onemi desarrolló una estrategia nacional de evacuación por tsunami que incluye varios simulacros de evacuación y un trabajo directo con la comunidad y sus comités de emergencia, lo que ha mejorado sustancialmente la capacidad de respuesta local al riesgo de desastre (Hermann-Lunecke y Villagra, 2020).

A nivel administrativo, el sismo del Maule de 2010 presionó al gobierno chileno para que definiera las zonas de inundación por tsunami en la Ordenanza General de Urbanismo y Construcciones. Esta enmienda permite a las municipalidades establecer zonas de inundación por tsunami en sus planes reguladores comunales, pero no hay obligación de hacerlo. E incluso en los casos excepcionales en los que una comuna tiene un plan regulador comunal que restringe las edificaciones en zona de inundación, estas restricciones no se cumplen (Hermann-Lunecke y Villagra, 2020).

Así, aunque Chile ha mejorado sustancialmente su capacidad de respuesta ante emergencias, la gestión de riesgo de desastres y la resiliencia no han sido tomados en cuenta para la planificación urbana y regional de Chile (Hermann-Lunecke y Villagra, 2020). Incorporar estos factores no solo reduce la pérdida de vidas humanas, sino también el impacto económico de los desastres y el tiempo de recuperación de las comunidades, la infraestructura y la industria.

Más que viviendas, carreteras y hospitales

En 2010, cuando se cumplían 50 años del terremoto de Valdivia, se le prestó muy poca atención a las conmemoraciones y a las reflexiones históricas sobre este desastre: el foco estaba puesto —y con razón— en el proceso de recuperación y reconstrucción de las regiones del Biobío y el Maule, gravemente afectadas por el 27F.

Ahora, en 2020, cuando se conmemoran 60 años del desastre que marcó la historia de la sismología y 10 del que probablemente sea el terremoto más grande que recuerda buena parte de la población chilena, hemos marcado la distancia suficiente como para analizar si en medio siglo asimilamos bien las lecciones que nos dejó el desastre de Valdivia.

En términos de respuesta a la emergencia, sin duda que hubo grandes avances. En 2010 ya había un sistema oficial de alerta de tsunami, estaciones de monitoreo sismológico en el país y un sistema estatal de respuesta a las emergencias. Es cierto que este sistema respondió mal y tarde a las exigencias del momento (Ramírez y Aliaga, 2012), pero hubo un interés transversal por mejorar el sistema y evitar que estos errores se volvieran a repetir (Universidad Técnica Federico Santa María, 2020).

Las normas de construcción son quizás el avance más claro con respecto a lo ocurrido en 1960. En 2010 no se produjo un colapso masivo de edificios nuevos (Boroschek et al, 2014; Rojas et al, 2011), aunque es claramente inaceptable que se derrumbe o quede gravemente dañado ni un solo edificio si hay capacidades para evitar que esto ocurra. Pero probablemente la lección que Chile mejor asimiló en esos 50 años tiene relación con la calidad de las construcciones y las normas de edificación. E incluso este punto puede mejorar con normativas más robustas, además de buenas técnicas de construcción y refuerzo de estructuras antiguas (Massone, 2013; D’Ayala y Benzoni, 2012). Esto no significa que no haya críticas al proceso: de hecho, se ha cuestionado mucho la falta de fiscalización del Estado sobre las inmobiliarias, así como la estrategia de reconstrucción jerarquizada, casi sin participación de las comunidades, algo que no ha cambiado desde 1960 (Tapia, 2015; Díaz, 2015).

Rodrigo Valdés, exministro de Hacienda, doctor en economía del Massachusetts Institute of Technology, profesor asociado de la Escuela de Gobierno UC e investigador del Centro de Investigación para la Gestión Integrada del Riesgo de Desastres (Cigiden), agrega una duda a lo que aprendimos de 1960. Valdés y un equipo de académicos están trabajando en una investigación sobre los efectos económicos del terremoto del Maule de 2010. El paper está en sus fases finales de desarrollo y los resultados preliminares son desalentadores: una década después de ocurrido el 27F, las comunas más afectadas están 10 puntos porcentuales de PIB por debajo de las comunas que tenían una evolución económica similar y que no sufrieron los efectos del sismo. La caída del PIB puede incluso ser mayor, dependiendo de la metodología utilizada. «Yo no habría esperado un impacto tan grande. Ahora queda entender qué hay detrás de estos resultados», dice Valdés (Valdés, videoconferencia, 2020).

Este tipo de análisis, no obstante, genera muchas dudas. ¿Habría ocurrido esta caída sin el terremoto? ¿Puede atribuirse esta baja solo al sismo? Incluso si la respuesta a esas preguntas es afirmativa, faltaría saber qué causó la caída en la proyección del PIB: ¿quebraron grandes empresas? ¿Hubo una migración importante desde las zonas dañadas? De acuerdo con los datos analizados por Valdés y su equipo, al menos la hipótesis de la migración debería ser descartada (Valdés, videoconferencia, 2020).

También se sabe que en las zonas más afectadas hubo una significativa caída en el empleo después del 27F, aunque había cierta tendencia a la baja antes de 2010, por lo que no está claro que el terremoto sea la única causa. Lo que sí se sabe es que, después de febrero de 2010, la inversión pública aumentó muchísimo, al punto que representa alrededor de un 10% del PIB anual de las regiones más dañadas. Aunque, de acuerdo con esta investigación, las estrategias del Estado para impulsar la recuperación económica no parecen haber dado todos los frutos esperados. De hecho, según Valdés, la explicación más probable a esta caída en la proyección del PIB es que hubo una destrucción importante de capital privado que nunca se volvió a levantar. Es decir, algo muy parecido a lo que ocurrió en Valdivia, medio siglo antes (Valdés, videoconferencia, 2020).

De acuerdo con Omar Bello, Coordinador de la Unidad de Desarrollo Sustentable y Desastres de la Cepal, «lo que se ve en el caso del 27F es lo que pasa después de un mal proceso de reconstrucción» (Valdés, videoconferencia, 2020). Es decir, lo que ocurre cuando la curva de recuperación no vuelve a su punto anterior al desastre. En palabras de Valdés, «la reconstrucción es más que viviendas, carreteras y hospitales».

Bibliografía

  • Álvarez, L. (1963). Studies made between Arauco and Valdivia with respect to the earthquakes of 21 and 22 May 1960. Bulletin of the Seismological Society of America, 53(6), 1315-1330.
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