El BID ha desarrollado un índice de gobernabilidad y políticas públicas que captura el avance de los países en su gestión institucional de riesgo de desastres. Aunque Chile se desempeña bien ante desastres, su índice es bajo en comparación con el resto de Latinoamérica ya que carece de las «condiciones de gobernanza que faciliten la labor», explica Sergio Lacambra, Especialista Líder en Gestión del Riesgo de Desastres del Banco Interamericano de Desarrollo.
Imagen de portada: simulacro de Armero, 2012 (conmemoración de la tragedia de Armero, 1985-2012). Créditos: Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios de Colombia (Ocha Colombia).
La primera imagen de un desastre, la que abunda en los medios de comunicación, suele ser la imagen de la tragedia. Las ruinas humeantes de Santa Olga, un automóvil sepultado por el barro en Chañaral, el edificio Alto Río tumbado como un dominó. En noviembre de 1985, en los restos de la ciudad de Armero, Colombia, la imagen de la tragedia era la joven Omayra Sánchez, de apenas 13 años, quien falleció luego de pasar tres días atrapada en el lahar provocado por la erupción del volcán Nevado del Ruiz.
Con un saldo de casi 22 mil muertes (1), la erupción del Nevado del Ruiz de 1985 es el peor desastre en la historia de Colombia y el tercero en toda América Latina y el Caribe. Pero lo más terrible es que se trata de un desastre que podría haber sido evitado: el mismo 13 de noviembre de 1985, horas antes del alud, una lluvia de cenizas cubrió la ciudad de Armero (2, 3). Era señal inequívoca de que el volcán había entrado en actividad. No solo eso: un año antes, el volcán había empezado a registrar actividad sísmica y dos meses antes las cenizas emitidas por el volcán habían formado una represa en el río Lagunillas (4). Muchos geólogos advirtieron estos peligros y sabían además de la amenaza que pendía sobre la ciudad de Armero, construida en el valle del río Lagunilla, que nace precisamente en el Nevado del Ruiz (3).
Pero aun con las cenizas cubriendo la ciudad, la vida en el pueblo no se alteró en lo más mínimo: los vecinos se reunieron para ver un partido de fútbol de la selección colombiana y el cura dio la misa de las seis. Ni el alcalde ni bomberos ni la radio local dieron alguna indicación, alguna advertencia (2).
La agonía de Omayra Sánchez se convirtió en el símbolo de esta incapacidad de las autoridades: atrapada en el lodo y los escombros de su casa, los socorristas no podían liberarla sin cortarle las piernas o drenando el agua con una motobomba para luego levantar los escombros. Pero no tenían equipamiento quirúrgico para salvarla luego de la amputación y la motobomba más cercana no llegó a tiempo (5).
La situación de Armero no es algo poco común: de acuerdo con la investigación de Sergio Lacambra, Roberto Guerrero y Lina Salazar, se estima que un 75% de la población latinoamericana reside en zonas de riesgo (1). Solo entre 1980 y 2014, los desastres cobraron alrededor de 400 mil vidas y generaron pérdidas económicas por más de USD 111 mil millones, lo que corresponde a casi el triple de las pérdidas en las ocho primeras décadas del siglo XX (1).
Hoy en día, estas pérdidas humanas y materiales no son inevitables. De la misma forma en que se ha obligado por ley a instalar los calefones en el exterior de las viviendas para evitar la intoxicación por monóxido de carbono, las normas y las autoridades pueden reducir notablemente el impacto de los desastres generando instituciones fuertes que manejen información relevante de forma inmediata. También influye una adecuada planificación urbana y vial, la construcción de obras de mitigación, el monitoreo constante de las fuentes de amenaza y normativas adecuadas, entre otras medidas relacionadas con la gobernanza.
Colombia aprendió duramente la lección: en 1988 aprobó la Ley del Sistema Nacional para la Prevención y Atención de Desastres. De forma similar, en México se aprobó la Ley de Protección Civil en 1986, luego del devastador terremoto de 1985. En Chile, la Ley Nº16.282, que busca facilitar la reconstrucción y el fomento de las zonas afectadas por sismos y otras catástrofes, se aprobó después del terremoto de Valdivia de 1960, entre muchos otros ejemplos.
¿Son este tipo de normativas suficientes para reducir el riesgo ante desastres o solo un paso fundamental, pero pequeño, en la creación de países más resilientes? Esta es una de las preguntas que busca responder el artículo de Lacambra, Salazar y Guerrero (1).
Institucionalidad para la resiliencia
En siglos pasados, la naturaleza de los terremotos, volcanes y otros desastres eran desconocidos. Incluso a principios del siglo XX, lo habitual era atribuirle estos fenómenos a la desventura o a la ira divina. En los relatos, extractos de prensa y testimonios del terremoto de Valparaíso de 1906 —que destruyó prácticamente toda la ciudad— recogidos en el libro La catástrofe del 16 de agosto de 1906 en la República de Chile se afirma que este desastre es «sin precedentes» en la historia de Chile (pese a que hay documentación de grandes y devastadores terremotos en varias ciudades de Chile al menos desde el siglo XVII) y las únicas referencias a las autoridades de la época se centran en mencionar su respuesta posterior al desastre. No se plantea la necesidad de levantar edificios capaces de soportar terremotos (con excepción de un ingeniero cuya única recomendación es construir en «concreto armado»), ni reflexiones sobre las normativas e instituciones necesarias para mitigar el impacto de los desastres (6).
Para Lacambra, Salazar y Guerrero, el desarrollo de políticas públicas y una gobernabilidad del riesgo y los desastres es una condición fundamental para contrarrestar los posibles efectos de dichos desastres (1). Pero ¿qué entienden ellos por gobernabilidad?
El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) tiene un indicador que busca capturar, a nivel nacional y de la forma más objetiva posible, el desarrollo normativo sobre gestión de riesgo de desastres: se trata del iGOPP, el Índice de Gobernabilidad y Políticas Públicas para la Gestión de Riesgo de Desastres. El objetivo principal de este índice es identificar los vacíos a nivel jurídico, institucional y presupuestal, es decir, cuáles son las oportunidades para mejorar la gestión del riesgo. Entre los elementos esenciales para reducir el riesgo, el índice considera un marco general de la gobernabilidad para la gestión en riesgo de desastres, una correcta coordinación y articulación de la política pública en resiliencia, las evidencias del progreso en la implementación y una evaluación de dicha política (1).
El puntaje del iGOPP va de 0 (gobernabilidad inexistente) a 100 (gobernabilidad sobresaliente). Aunque todos los países latinoamericanos han mejorado su índice a lo largo de las décadas, el salto más grande se ha producido a partir de la segunda década del siglo XXI. México lidera el iGOPP en la región, pero con un índice apenas superior a los 60 puntos. Chile, en tanto, se encuentra muy atrás, con un iGOPP que no alcanza los 30 puntos, por lo que es superado, entre otros, por Bolivia y Venezuela. Costa Rica, Perú y Colombia tienen una amplia ventaja, con índices que superan los 50 puntos. Pero, aun así, este puntaje denota una capacidad de resiliencia limitada, sobre todo considerando los numerosos desastres a los que está expuesta su población (1).
Lacambra explica en nuestro podcast, Futuro Resiliente, que Chile es un caso contradictorio en Latinoamérica: pese a tener un iGOPP bajo, tiene un excelente desempeño en desastres. Esto, dice, se explica por la formación de los profesionales chilenos más que por una institucionalidad o normativas adecuadas. En ese sentido, «Chile está haciendo gestión del riesgo, pero lo está haciendo sin contar con unas condiciones de gobernanza que faciliten la labor» (7).
Pero, ¿qué tanto impacta la gobernabilidad en los efectos de un desastre? ¿Qué elementos debilitan o fortalecen la gestión en riesgo de desastres? El artículo de Lacambra, Salazar y Guerrero hace una revisión de la literatura sobre el tema y destaca hay un acuerdo general en que la institucionalidad se relaciona directamente con el número de víctimas y las pérdidas económicas provocadas por un desastre.
Una mejora en la calidad de las instituciones reduce el impacto en pérdidas humanas causado por sismos, hambrunas, inundaciones en zonas urbanas e incendios forestales, entre otros desastres. Los factores que debilitan la gobernabilidad y aumentan el impacto, en tanto, son los sistemas políticos oligárquicos, bajo nivel de democracia, baja calidad regulatoria, poco control de la corrupción y de rendición de cuentas, vulneraciones al estado de derecho, mala gestión de recursos humanos y materiales así como falta de normativa o normas muy laxas.
En resumen, la evidencia muestra que un país con instituciones fuertes, con capacidad de dirigir la asistencia financiera a actividades específicas, con buena gestión de recursos materiales y humanos, y con un buen nivel de democracia, el costo económico y humano en desastres es menor. De hecho, este tipo de países serían más eficientes en impulsar el proceso de recuperación luego del desastre y en estimular una respuesta rápida y adecuada por parte del sector privado ante una situación de emergencia.
Una institucionalidad fuerte tiene impacto incluso a nivel microeconómico: los programas de protección social, la regulación de los seguros ante catástrofes y el mercado de crédito, la cohesión y organización social también reducen el riesgo de desastres y mejoran la resiliencia.
Sin embargo, una institucionalidad fuerte también puede ser objeto de distorsiones y reducción de la resiliencia. Los sobornos para obstaculizar la aplicación de normativas de construcción o la asistencia financiera del Estado dirigida por motivaciones políticas más que por necesidades de las víctimas aumentan el riesgo ante desastres y dificultan la recuperación de las comunidades vulnerables.
A través de un análisis de modelos estadísticos, el artículo de Lacambra, Salazar y Guerrero demuestra que, en el caso de un desastre de gran magnitud, un punto adicional en el iGOPP puede asociarse a la reducción de entre un 3 y 9% del total de muertes, entre un 4 y un 17% menos de heridos y a una disminución del 8% en el total de damnificados (1). Pese a ello, en los 15 países estudiados a través del iGOPP, el índice aumenta anualmente en apenas 0,6 puntos.
Estas cifras, no obstante, hablan de promedios: la realidad puede ser muy distinta entre un país y otro. Y hay casos excepcionales, como Chile, donde las pérdidas humanas son inferiores a lo que indica el iGOPP. Pese a ello, y como explica el mismo Lacambra, Chile no tiene una ley de gestión integral del riesgo de desastres y, por lo tanto, carece de recursos y normas que faciliten la labor de sus profesionales. Contar con este marco sin duda mejoraría notablemente no solo la gestión durante las emergencias, sino también en las etapas de planificación y prevención (7).
Gobernabilidad también es anticipación
El 16 de abril de 2016, Ecuador vivió un terremoto de magnitud 7,8 con epicentro en el cantón de Pedernales. Se estima que unas 20 mil viviendas colapsaron, 663 personas fallecieron, 80 mil tuvieron que desplazarse y se produjeron pérdidas económicas por 3.300 millones de dólares (8). En ciudades como Portoviejo, la precariedad de los inmuebles, la gran presencia de edificios construidos bajo normas antiguas o a los que se les agregaron pisos adicionales sin una adecuada dirección técnica, la mala calidad de los materiales de construcción o un inadecuado estudio del suelo explican parte de la devastación (9). Además, y tal como destaca Lacambra, las provincias de Manabí, Esmeraldas y Santo Domingo sufrieron los peores efectos del sismo «como consecuencia de una combinación de la magnitud del evento, rezago económico y debilidades institucionales», estas últimas relacionadas con la edificación inadecuada y poca fiscalización (1, 8, 9).
La gobernabilidad es visible no solo en la gestión durante y después de un desastre, sino también en la fortaleza para tomar las medidas preventivas adecuadas sin ceder a las presiones que intentan frenarlas. El estudio de Lacambra, Salazar y Guerrero muestra que la construcción de una mejor gobernabilidad en la gestión de riesgo no solo impacta en la reducción de muertes, pérdidas económicas y damnificados a causa de un desastre: también permite reducir la vulnerabilidad social al revertir las deficiencias del sistema económico y las debilidades institucionales, reducir la degradación ambiental e incluso las ineficiencias de los mercados (1).
Una coordinación intersectorial políticamente robusta, funciones y responsabilidades claras, la participación social, normativas sectoriales, auditorías y evaluación de procesos son algunos de los elementos clave para mejorar la gobernabilidad en gestión de riesgo de desastres (1).
Lo importante, entonces, es anticiparse: prestar atención a las señales y las alertas que surgen no solo de las cenizas de un volcán, sino también de la ubicación de las ciudades, la poca claridad de las funciones y responsabilidades en gestión de riesgo de desastres e incluso de la proliferación de sobornos para no cumplir con las normas de construcción. Todas acciones que buscan evitar que la imagen de un desastre sea otra Omayra Sánchez.
Última modificación: 16 de abril de 2021. Se cambió toda referencia a desastres «socionaturales» o «de origen natural» por «desastres» sin apellidos. Se corrigió el apellido de la investigadora Lina Salazar, quien en la primera versión del artículo fue mencionada como «Lina Piedad».
Referencias
- Guerrero R, Salazar L, Lacambra S (2017). «Gestionando el riesgo. Efectos de la gobernabilidad en las pérdidas humanas por desastres en América Latina y el Caribe». Banco Interamericano de Desarrollo (BID), Sector de Cambio Climático y Desarrollo Sostenible, documento de trabajo del BID Nº IDB-WP-819, agosto de 2017.
- El País.com.co (2015). «Armero, 30 años de una tragedia». El País.com.co, Colombia, noviembre de 2015. Ver.
- Betancur JG (2015). «Colombia: el trágico recuerdo de Omaira Sánchez y Armero, el pueblo en el que una avalancha dejó 25.000 muertos». BBC Mundo, 13 de noviembre de 2015. Ver.
- Ortega J (2015). «Armero, una tragedia permitida por la burocracia y la desidia». Agencia Efe, 10 de noviembre de 2015. Ver.
- Jorge M (2018). «El último suspiro de Omayra, la estremecedora lucha de tres días de la niña que cambió nuestra percepción de los volcanes». Gizmodo.com, 16 de mayo de 2018. Ver.
- Rodríguez A, Gajardo C (1906). La catástrofe del 16 de agosto de 1906 en la República de Chile. Santiago de Chile: Barcelona. Ver.
- Itrend. Gobernando el riesgo en Latinoamérica [Internet]. [citado 30 de agosto de 2019]. (Futuro Resiliente). Ver.
- Secretaría Nacional de Planificación y Desarrollo (Senplades) (2016). Evaluación de los costos de reconstrucción. Sismo en Ecuador, abril 2016. Quito: Senplades. Ver.
- Aguiar R, Mieles Y (2016). «Análisis de los edificios que colapsaron en Portoviejo durante el terremoto del 16 de abril de 2016». Revista Internacional de Ingeniería de Estructuras, Vol. 21,3, 257-282 (2016). Ver.